Jesús nos la entregó por Madre desde la cruz, cuando
nos dijo a cada uno en la persona de san Juan: Ahí tienes
a tu madre (Jn 19, 27) Y Ella ha cumplido su misión y sigue
cumpliéndola hasta el fin del mundo. A pesar de los
pecados de sus hijos, sigue esperándolos hasta el final. A
veces, como en Siracusa (Italia) en 1953 o en Akita (Japón)
en 1975 o en Civitavecchia (Italia) en 1995, llora hasta
lágrimas de sangre para hacernos entender cuánto sufre
por los pecados de sus hijos, que van por el camino de la
perdición eterna.
María es madre y lo seguirá siendo eternamente y,
por más que la hayamos traicionado con nuestros pecados,
sigue amándonos a pesar de todo. Lo importante es no desconfiar
de su amor y acercarnos a Ella a pedirle perdón.
¡Qué torpe fue Judas que no fue capaz de acercarse a
María para pedirle perdón y ayuda! Con toda seguridad, Ella
lo hubiera llevado hasta la cruz y Jesús le hubiera perdonado
su traición, pero prefirió ahorcarse, porque desconfió
del perdón de Jesús y no se atrevió a acercarse a pedir ayuda
a su Madre, que lo estaba esperando.
Un hombre le escribió una carta a Monseñor Tihamer
Toth, en la que le decía: La vida me ha zarandeando
mucho. Me despojó de mi padre y de mi madre y de mis
hermanos. Todos murieron, y desde la edad de 14 años me
quedé solo y huérfano, y echo de menos el amor de una
madre.
Sin embargo, no me siento huérfano, porque ya en
mi tierna edad, amaba con delirio a la Virgen bendita y
puedo afirmar con verdad que siempre me alentó su grandísimo
amor maternal; he sentido sus caricias que quitaban
de mi frente las arrugas de la tristeza y los surcos del
pesar. La Madre Virgen me acompañó hasta hoy por mi
camino. Siempre ha estado a mi lado en lugar de mi madre.
Por tanto, nunca he tenido motivo de quejarme, nunca
me faltó el amor maternal. Siempre me sentí seguro entre
los brazos de la Virgen Santísima y nunca he quedado defraudado,
porque en todos mis males, en todos mis sufrimientos
y dolores, siempre ha estado Ella junto a mí y nunca
me ha dejado solo.
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