Frecuentemente, se sirve de personas de virtud insigne para transmitir a los pueblos sus advertencias o predecir acontecimientos futuros. Así procedió el Padre Eterno en relación con la venida del Mesías, su Hijo Unigénito. La magnitud de tal suceso, en torno al cual gira la historia de los hombres, exigía una larga y cuidadosa preparación. Así, fue anunciado durante muchos siglos por los Profetas del Antiguo Testamento, de manera tal que, en el momento de nacer Nuestro Señor Jesucristo, todo estaba maduro para su venida al mundo. Incluso entre los paganos, muchos esperaban algún acontecimiento que diese una solución a la crisis moral en que los hombres de entonces estaban inmersos.
Casi se podría decir que, cuanto más importante es el acontecimiento previsto, tanto mayor la grandeza de las señales que lo preceden, la autoridad de los profetas que lo anuncian, y el tiempo de espera.
Es fácil, a la luz de esta regla, evaluar la importancia de las previsiones de Fátima, pues quien nos las anuncia no es un ángel, ni un gran santo, sino la propia Madre de Dios.
Ya en la época de las apariciones de Fátima, en los primeros años del siglo XX, los acontecimientos mundiales hacían entrever lo que sería la triste historia contemporánea. Por un lado, un progreso material casi ilimitado, parejo a una decadencia en las costumbres como nunca se vio antes.
Por otro lado, guerras y convulsiones sociales de proporciones terribles. La Primera Guerra Mundial fue un ejemplo de esa realidad, ampliamente superada por la Segunda Guerra Mundial y por todo cuanto la siguió.
A todos esos males, como Madre solícita y afectuosa, María Santísima quiso poner remedio, evitándoselos a sus hijos. Por eso descendió del Cielo a fin de alertar a la humanidad de los riesgos que corría si continuase en las vías tortuosas del pecado. Vino, al mismo tiempo, a indicar los medios de salvación: el rezo del Rosario, la práctica de los Cinco Primeros Sábados, la devoción al Inmaculado Corazón de María.
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